27 de agosto de 2013

El primer orgasmo de mi tía católica

Sonaba una canción de fondo que no conocía. Canción que después escucharía al pasar por mi habitación uno de los tantos domingos que me visitara para sermonearme.
Que incluso la haría sentirse húmeda nuevamente tan solo por la relación con el recuerdo de lo que ahora estaba viviendo.

La mayor aventura de su vida, arrojando por completo el contrato de ductilidad por la ventana de cada una de las emociones que se estaba permitiendo conocer. La verdadera satisfacción, lejos de cualquier intercambio de fe de por medio.
No tengo que creer que lo estoy sintiendo, lo estoy sintiendo. En cada centímetro, empujando hacia dentro y de adentro queriéndose salir por cada poro. 
Era la benemérita sensación del placer. El placer que los libros y las pautas que le impusieron, jamás le permitieron descubrir. Eran las ganas de gritar y que la voz no alcance, las ganas de correr y que el cuerpo no responda, las ganas de morder y que la boca no haga más que temblar.

La canción seguía sonando pero las notas empezaban a acercar el final. Así como las ansias y la culpa iban trayendo la realidad de vuelta.
Pero quería un poco más y se aferró. Tensó sus brazos lo más que pudo y apretó los dedos tanto como la carne le dejó apretar y esbozó palabras que jamás había dicho sin vergüenza. Sin pudor.

La aventura terminaba y junto con ella montones de creencias. Cientos de motivos que se quedaban sin fundamento y a la vez sin consecuencia. Los ojos que se cerraban para contener las lágrimas y los pelos que se erizaban para no dejar ir el calor.

La satisfacción que se reflejaba al instante mismo, de mirar sus propios dedos... Y sonreír.

CS.

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